Cuenta la tradición oral, que durante siglo XVI, una joven indígena, en su anhelo de adquirir un crucifijo para bendecir su humilde choza, se traza la meta de reunir setenta reales (moneda de la época) trabajando como lavandera en el río Guadalajara, para encargar a Quito la pieza religiosa. Una vez reunido el dinero, cuando estaba próxima a realizar su encargo, la joven lavandera es testigo de la aprehensión de un vecino suyo, por deberle setenta reales a un usurero y decide intervenir, saldando la deuda con el dinero ahorrado.

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Obligada entonces a iniciar su labor desde cero, retoma sus labores de lavandera y, un día observó cómo la corriente del río, trajo a ella un pequeño crucifijo, lo tomo y le construyo un altar en una pequeña caja de madera.

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Inexplicablemente, este altar se rompía y debía ser reemplazado por una caja más grande noche tras noche, la imagen estaba creciendo. Popularizado el acontecimiento, la gente empezó a adorar la imagen, llevando a que la humilde choza de la indígena se convirtiera en un santuario; y posteriormente se construyó en su lugar la Ermita del Señor de los Milagros.

Cuenta la historia, que un visitador eclesiástico fue testigo del deterioro de la imagen a causa de la devoción indiscreta de los pobladores y la mando a incinerar porque, según su juicio, ya no inspiraba devoción. Milagrosamente, en vez de quemarse, sudaba y se renovaba. Fue entonces cuando se oficializó el culto a la imagen del Señor de los Milagros.